Hay algo hipnótico en las personas bondadosas, una especie de necesidad de estar en su compañía, de frecuentarlas y penetrar en su esencia. La bondad tiene algo de inaprensible, de fuerza experiencial. Es difícil que case con la razón porque su lenguaje choca una y otra vez contra la lógica del «dar para recibir». Pocas veces se manifiesta con palabras porque su esencia es «el hecho», la demostración. Surge de la profunda penetración en el otro, de comprender sus necesidades y actuar. La bondad está en las antípodas de la mentira y la impostura; en tanto a genuína expresión de amor, casa muy mal con el fingimiento. La bondad es la cualidad que más valoro en un ser humano.
Cuando me tropiezo con ella, encajada en uno de estos seres especiales que la poseen y hacen de su práctica una misión de vida, yo misma me siento más humana, más cercana al concepto de amor. Porque nos mejora, porque nos contagia, porque es una lección silenciosa, manifiesto mi rendida admiración a todos los bondadosos/as del orbe. Gracias a ellos jamás pierdo la confianza en la naturaleza humana.