Fotograma de La Gran Belleza con Jep Gambardella y Romano
Esa necesidad de estar en la «tostada» hace que nos sintamos obligados a ver las películas, leer los libros, ver las series, navegar por los sitios de internet, ojear las revistas o frecuentar los lugares de los que la gente habla. Esto es condición sine qua non para estar enterado/a y subirse al carro de la conversación de la mayoría. Esta premisa es completamente falsa porque esa mayoría amorfa que no conocemos ni abarcamos no tiene nada que ver con la simpleza de estar en la tostada. Y viene esta reflexión a cuento porque ayer fui a ver «La gran belleza» de Paolo Sorrentino. El motivo de ir a ver la película era Roma. Alguien me había comentado que la ciudad eterna era, sin duda, la protagonista de la película. Y sí, en cierto modo se puede decir que Roma se adueña de la cinta de principio a fin, pero después de una noche de deglución diría que el protagonista de «La gran belleza» es el inmovilismo. Pero no en solitario sino combinado, como un gin tonic poco equilibrado, con otro elemento inasible que Heráclito consideraba junto a nacimiento y muerte el único factor permanente de la existencia humana: el cambio. Los protagonistas de «La gran belleza» cada día se introducen en su personaje para salir al mundo a decepcionarse una y otra vez o cómo reza el dicho popular, a batirse el cobre. Conservan pocas esperanzas, intentan esconder su fragilidad, su poca confianza en sí mismos, su agotamiento vital en costumbres reiterativas. El cardenal, siempre que puede, encasqueta alguna receta culinaria a su interlocutor; Romano carece de voz, no sabe qué hacer con su vida aunque supere los 60 años y se esté dejando utilizar y maltratar por una joven que lo desprecia; Estefanía necesita oír una verdad que le duele como un disparo directo en el corazón: lo que ha conseguido se lo debe al arribismo y su capacidad de mentirse y manipularse; Jep descubre a los 65 años que no hay tiempo que dedicar a las cosas que no te interesan. Ramona inunda con su fragilidad la tragicomedia que ve desfilar por sus ojos, como una opereta deslumbrante y absurda.
Igual que se produce una conversación general provocada con ciertas películas, libros… también hay una conversación interna, con un solo sujeto como interlocutor, o sea uno mismo. Inexplicables serendipias y casualidades rigen esta extraña conversación especular. Estaba releyendo el libro de relatos de Murakami «Sauce ciego, mujer dormida» y al llegar al cuento de «La chica del cumpleaños» me tropecé con una frase subrayada en amarillo. El apunte lo había realizado en el 2008: «Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma».
Si pudiera resumir en una frase el efecto que me ha producido la película de Sorrentino utilizaría el breve apunte de Murakami para sintetizarla. Al margen de la belleza de Roma, al margen de la banda sonora, al margen de los personajes complejos y trágicos, al margen de la superficialidad y la estulticia que destilan muchas escenas, al margen del lirismo, la brutalidad y la necedad, al margen de su aroma existencial, al margen del margen… Como decía Juan Ramón Jiménez en uno de mis versos favoritos: «No corras, ve despacio, que donde tienes que ir es a ti mismo». Y de uno mismo resulta difícil escapar. Pero en mi conversación particular hay un elemento que aporta lucidez a esta reflexión y la combate: Ser uno mismo siempre y en todas las circunstancias es también una falacia. La propia naturaleza se pelea con esta idea puesto que solo somos partículas que se agrupan y transforman según la mirada de quien observa.
Tal vez este post es excesivo. Empecé mi disertación hablando de la tostada y la termino en una conversación interior sobre el ser: ¿acaso sabemos quiénes somos?