La mentira es un subterfugio y al igual que no existe la envidia sana tampoco existe la mentira piadosa. Mentimos por diversos motivos y cada cual, con el uso y la experiencia, desarrolla una variante; aunque casi todos los métodos de mentir tienen puntos comunes como:
-la colocación de los ojos (ángulo superior izquierdo)
-Las frases imprecisas
-La postura de ataque
-Signos corporales visibles: nerviosismo, sudoración…
-La retórica
-La prepotencia
-Querer retirar la atención del asunto conduciéndolo a otra parte
-Responder sin dudar
-Indignación
-Falta de detalles, ambigüedades
-El movimiento de las manos
La otra cuestión es por qué lo hacemos, qué perseguimos mintiendo; aquí algunas de las justificaciones:
-Para conseguir algo que no estaría a nuestro alcance de otro modo
-Para evitar un castigo o reprobación
-Para no tener que dar una explicación
-Para parecer más listo, culto, preparado o especial
-Para zafarse de la vergüenza y la culpabilidad
-Para ocultar una baja autoestima
-Para fastidiar a alguien
-Para causar mal
-Para propagar un rumor que provocará unas consecuencias esperadas
-Para conseguir un lucro
-Para beneficiar a uno mismo o alguien concreto (puede ser una empresa, un proyecto, una institución…)
¿Qué pasa con las llamadas mentiras piadosas? En este saco entrarían las que decimos a un enfermo o cuando no queremos causar un daño intencionado. ¿Están en este caso justificadas? Dudosamente porque obramos sin conciencia. Una cosa es ser delicado y otra ser un mentiroso.
El gran problema con la mentira es que exige una memoria de elefante. Y que como reza la sabiduría popular se descubre antes a un mentiroso que a un cojo. Mark Twain con su retranca habitual nos aconseja: «si dices la verdad no tienes que recordar nada». Una auténtica perla de sabiduría porque habituarse a la mentira requiere una energía que podría aprovecharse en algo mejor como convertirse en una persona confiable e íntegra.