Todas las personas que escribimos, y nos exponemos al juicio ajeno, somos carne de cañón de la vulnerabilidad. Admitir que no podemos gustar a todo el mundo, que los temas que elegimos para lanzarlos al mundo, o la forma en que lo contamos, puede no complacer al destinatario desconocido forma parte de la propia naturaleza de la exposición, pero no resulta fácil de asimilar. Algunos autores olvidan sopesar el riesgo inherente al hecho de hacerse visible. Y si, como esperaban, las críticas no resultan benignas la respuesta se convierte en una dolorosa merma del sentimiento de valía, cuando no de furibundo reproche: «criticar mis defectos no mejora los tuyos». Otros autores, los que aceptan su vulnerabilidad, optan por no sentirse molestos con las críticas adversas. Lo consideran parte del oficio y lo reducen a una respuesta sobre el trabajo realizado, no sobre la persona. Es difícil aceptar la vulnerabilidad porque casi siempre lleva aparejada una lectura en clave de «siento vergüenza por no ser perfecto, ni siquiera suficiente» pero para vivir con plenitud la vocación de escritor es necesario desvincularse de esta emoción negativa. Cualquier texto, lanzado como una carta que espera contestación, produce un efecto.
El primer mandamiento de un escritor pasa por el respeto a uno mismo y el reconocimiento de la propia valía. Cuando te respetas, este reconocimiento funciona como escudo protector: nada de lo que te puedan decir podrá hacerte daño si tú no quieres.
Cecilia Monllor