En el fondo de mi cabeza se ha quedado merodeando una historia que me contaron hace tan sólo unos días. La protagonista es una niña de ocho años, una preciosa niña que va a clases de ballet y que es buena haciendo los ejercicios de danza. El problema de esta niña radica en que cuando algo le sale mal su reacción resulta desproporcionada, llora con un desconsuelo que encoge el corazón, sufre ataques de rabia contra ella misma y da igual lo que las otras niñas le digan: no es capaz de convertir el incidente en lo que es: una nimiedad. Supongo que esta niña irá creciendo con sus ataques de rabia desbordándose y su autoflagelo por un listón tan alto que no puede alcanzar. El perfeccionismo no ayuda a crecer, pero ella, claro está no lo sabe.
Me preocupa que nadie del entorno de esta pequeña, observando su comportamiento, no le explique lo mucho que le hace falta cambiar su mentalidad fija por una de crecimiento. Necesita saber cómo lo importante en la vida no está en el «puedo hacerlo», la meta, sino el ¿cómo lo hago», el proceso.
Si en vuestro entorno encontráis niños con afán de perfeccionismo, explicarles que fracasar es necesario para la vida y que el no fracasa no puede entender qué es el éxito.