Dibujo original de Antoine de Saint Exùpery para «El Principito»
Escuchas y también me siento escuchada.
Expones y puedo exponer.
Te sientes libre para expresarte, me siento sin cortapisas para hablar.
Pides contrastar mis fuentes y yo puedo contrastar igualmente las tuyas.
Discrepas de mi discurso y yo tengo la posibilidad de discrepar del tuyo.
Renuncias a domesticarme, renuncio a domesticarte.
Renuncias a llevar la razón porque sí y asumo tu misma renuncia.
No me agredes ni verbal ni físicamente y yo tampoco lo hago.
Me tratas con deferencia y yo te trato de igual manera.
Valoras mis gestos de respeto y yo valoro los tuyos.
Gestionas con paciencia tus disensiones, gestiono con paciencia las mías
Si te pasas de la raya te disculpas, si me paso de la raya me retracto.
Si nuestro diálogo se empantana, somos inteligentes para buscar recursos que nos permitan reanudar la conversación.
No tomas parte de mi discurso y lo tergiversas, no tomo parte de tu conversación y la saco de contexto para mi causa.
No entiendes mis sentimientos pero no te mofas de ellos, ni tampoco de lo que yo creo; no entiendo los tuyos, pero no te ridiculizo, ni a lo que sientes ni a lo que crees.
La finalidad de nuestro diálogo dista de convencernos el uno al otro, o tener la razón, o disentir, o averiguar que pensamos de manera parecida. Dialogamos para ir más allá de nosotros mismos, aunque seamos diferentes y no compartamos opiniones, creencias, puntos de vista, época histórica, sexo, procedencia geográfica, credo político, etc… Al entablar un diálogo, tú y yo nos batimos el cobre por el mismo objetivo. Queremos traspasar la apariencia, entrar el uno en el otro y apartar los clichés para vernos como seres humanos, para entendernos. La pena es que no siempre lo conseguimos. Entonces desaparece el diálogo y en su lugar se instala la polarización, el prejuicio, el odio, el desprecio, el juicio sumario y la acusación.
Merece la pena el esfuerzo por entendernos. Ahora y siempre.