Una clasificación algo tosca de las personas podría hacerse en función de si hacen lo que tienen que hacer o no lo hacen. Sobre el primer tipo de personas poco hay que decir, pero sobre el segundo tipo, entre los que me encuentro, todo lo que se diga es realmente aterrador: aplazan sus obligaciones indefinidamente, llegan tarde, mal y a rastras a cualquier tarea prioritaria y siempre tienen que cargar con la pesada mochila de la culpabilidad. El desafío de John Perry en un su breve ensayo La procrastinación eficiente es como un soplo de aire fresco para los que preferimos mil veces hacer las cosas que nos resultan placenteras antes de enfrentarnos al engorro del deber. ¿Tiene algo positivo ser un procrastinador en toda regla? puede uno preguntarse. Perry da por sentado que ser procrastinador es una condición humana. Como afirma Kanheman poseemos dos sistemas de racionalidad en paralelo: el pensamiento rápido, nutrido de la intuición y de los compromisos con lo ya conocido y el pensamiento lento que requiere reflexión y recopilar información sobre lo que se ignora. Los procrastinadores son más propensos al pensamiento rápido, que es algo perezoso, que al lento. Perry nos saca del error: no es que un aplazador no haga nada, de hecho hace muchas cosas, sólo que «tiene su propio sistema». A este sistema le llama el filósofo: Procrastinación estructurada.
Veamos en qué consiste.»La idea esencial es que procrastinar no equivale a no hacer absolutamente nada». Según Perry a veces los procrastinadores toman un rumbo equivocado: «tratan de reducir sus compromisos, dando por sentado que si tienen unas cuantas cosas que hacer, dejarán de procrastinar y las harán. Pero esto va en contra de la naturaleza básica del procrastinador y destruye su más importante fuente de motivación». Vayamos a las famosas listas de cosas que hacer. Normalmente en los primeros puestos aparecen las cosas en apariencia importante, las que debemos hacer sí o sí. Éstas son las clases de tareas que odia el procrastinador y que le producen un mayor estrés. ¿Por qué? Muy sencillo: en apariencia tienen una importancia crucial y un tiempo limitado. Pero son engorrosas y nos disgustan. En la medida que surjan nuevos proyectos más engorrosos y más urgentes que ocupen su lugar en el encabezado de la lista tendremos más opciones para comprometernos con éstas otras que no evitábamos a toda costa hacer.
El truco es comprometerse con tareas que tienen una importancia inflada y unos plazos irreales al tiempo que nos obligamos a pensar que son importantes y urgentes. Claro que es un autoengaño pero también es útil usar un defecto para paliar los efectos negativos de otros, sugiere Perry.
Asimismo observa el autor que el perfeccionismo lleva a la procrastinación: ¿si no lo voy a hacer perfecto para qué hacerlo? Los escritores, académicos e investigadores saben bien cuál es el meollo de este miedo irracional. En sus sueños iniciales se ven obteniendo el Nobel o siendo publicados en las páginas dobles del New York Times, pero de pronto toda esta seguridad se desvanece, el tiempo transcurre y la insatisfacción crece. Al final, apremiados por el editor o por la institución, después de haber recibido cientos de correos admonitorios (y algunos furibundos) hacen su trabajo de una forma decente, convencidos de que no será la mejor obra del mundo pero tampoco la peor que haya visto la luz. La perfección es una fantasía cambiante. Según Perry lo mejor en el caso de los perfeccionistas será clasificar las tareas en tres montones: el montón de las que rechazar, que será como dejarlas morir, el montón de las que pueden posponerse y el montón de las que lo mejor será ponerse con ellas, empezar a planificar un trabajo adecuado -quizás un poco mejor que adecuado- pero para nada perfecto. Es una forma de darse permiso a uno mismo para hacer ahora un trabajo menos que perfecto, en lugar de esperar hasta que haya pasado el plazo.
Aprovechar la utilidad de las listas diarias es una de las propuestas del autor para reforzar la maltrecha autoestima del procrastinador. A medida que tachamos cosas realizadas (por nimias y ridículas que sean) sentimos un fuerte impulso motivador.
Y por sorprendente que parezca en un ensayo de este tipo, Perry incluye una advertencia sobre dar ritmo. Según el autor, la música equivocada en el momento inadecuado contribuirá a la depresión del procrastinador. Hay que empezar el día con algo que aligere el ánimo o por ejemplo comprometerse a seguir trabajando en lo engorroso el tiempo que dure nuestro cd favorito.
Para terminar una alusión al enemigo, esa persona admirable (del primer tipo) que no es procrastinadora y a la que a menudo, y con razón, ponemos de los nervios. No son el enemigo, en verdad. Según Perry «esas personas pueden trabajar mejor que un despertador aunque, claro, puede ser más difícil pararlas».
Como conclusión: procrastinar es humano y se puede hacer algo para aligerar esta condición. Además también presenta algunas ventajas. Algunas tareas de las llamadas importantes de pronto desaparecen y uno se siente aliviado de no haber gastado un enorme caudal de recursos psicológicos y tiempo en hacerlas. Aquí el aplazador modelo puede felicitarse por su perspicacia.
Éste es un ensayo divertido, irónico y muy instructivo para conocernos mejor. Lo recomiendo de verdad. Rara vez un ensayo filosófico me ha entretenido tanto.